(Texto por Catalina Paz).
Hace un tiempo ya que no estoy segura de lo que hago, por qué lo hago, de hacia dónde se dirigen mis deseos. Suena la alarma, la ducha siempre es un terrible panorama, me pongo la ropa y salgo de mi casa con el estómago vacío. Así cuaja la rutina. Mis amigas y amigos vienen de vez en cuando, se esfuerzan por hacerme reír y lo logran bien (lo logro), me piden que sea fuerte y que los visite. Todo funciona, pero algo punza dentro mío, algo que no me deja en paz, esa sensación de desvarío que vive y corre en mí como la sangre.
El otro día tuve una crisis de esas que en la terapia no se resuelven. Me desperté ahogada, con una angustia fatal, agarré las pilchas que encontré primero y me fui temprano al terminal de buses. Pedí el boleto de las 8:45. Estoy acostumbrada a fallar los fines de semana (deberían darme horas extras). Entonces comencé mi ritual: la búsqueda inútil, la pena y el “Microonda” (Protistas / Quemasucabeza, 2017) como compañero. Este texto lo escribí así, huyendo de mi presente para encontrarlo a él, entre perros vagos y mar, entre un puerto arrebatado de recuerdos, tan pleno de los dos que ahora me siento miserable. No sé cuánto dejo allí todas las veces que voy, con el terrible desacierto de volverme aún más perdida.
“(…) el tiempo pasa veloz, de a poco te fuiste alejando hasta que una noche ya no te encontré y…”. Lo echo de menos. Nos conocimos siendo estudiantes, trabajamos para tener una casa con un huerto lleno de manzanos y un perrito, el Matu. Lo tuvimos. Ahora viven juntos en otro lado del mundo. Fueron siete años de puerto y encanto juvenil. Allí tejí mi vida, desde los adornos que recolecté hasta el taller imaginado donde nos sentaríamos en la senectud, a jugar cartas y tomar mate. Planifiqué sin querer, mucho de lo que hasta hoy me sigue amarrando al suelo. Dejé mi casa tormentosa para preparar con él una mejor. Me acostumbré a nuestra familia de tres como ahora me he ido acostumbrando al eco de mi departamento vacío. “Yo pensando que no iba a pasar, la rutina me puso a dormitar, en las nubes más altas mientras yo en tierra, tú fuiste entendiendo, que no hay escaleras que nos dejen justo al medio. Y así es como desperté flotando solo hacia el sol”. Un viaje entre medio nos quitó la promesa, el anhelo, esa sensación inaprensible que trae el enamoramiento. Aquel entremedio prolongado trajo su efecto fantasmal, haciéndonos las heridas que terminaron por separarnos. Me pregunto cotidianamente por qué permití que me llevaran los demonios, por qué tuve dudas de lo que más ansío hoy, con el corazón cansado. “Hazme ver si tú estás, justo aquí, para andar, junto a mí. Esta vez es tu turno y yo te seguiré”; a cualquier sitio (no me importa).
Cuando llegué a Valladolid muchas de las energías puestas en ese esfuerzo material, también emocional, tenían que ver con nosotros. La posibilidad de crecer para invertir en nuestro taller, de aprender cosas que no sabía, de enseñárselas, que prontamente pudiese hacerlo él. Pero los estudios terminaron y yo me enredé en situaciones alentadas por traumas de mi pasado. Me trasladé a Madrid donde comenzaron los encuentros, uno tras otro. La nieve había vuelto para arruinarme; yo dejé que me arruinara. Estuve meses recuperándome, había perdido dinero, tiempo y personalidad. No tenía nada y él se aburrió de buscarme. Supe que viajó. Qué estuvo mal, qué se quedó un tiempo a ver si lo ayudaban. Pero había pasado un año y medio…
Volví a Chile después de un largo tratamiento contra la droga. El recorrido por años paralizado me dejó en el punto más álgido del Cerro Concepción. El Matu ladró y de repente estuvo él, a centímetros de mí, con una expresión que se debatía entre el asombro y el dolor en estado bruto. Llorando dejé caer mi mochila. Nos abrazamos. Ahí fue cuando la vida comenzó de nuevo para nosotros. El taller estaba en marcha, con una salamandra en el centro y un sofá roñoso que nos cobijó del hielo, por un tiempo. “Los dos abducidos por un brillo, por un brillo. Mientras no lo corten no dejemos este nido (…) Aquí hace frío, mejor taparnos con tus tejidos”. Tuvimos meses victoriosos, apasionados, creímos que iba a funcionar, pero el invierno se alargó para siempre al interior de esas paredes. Y no pudimos detenerlo. El temor mimoso de otra partida, la insistencia del escape compartido, la pobreza en la confianza provocaron en los dos, pero por sobre todo en él, una creciente perturbación. “(…) Tan libre que nunca pude entender que mientras más me acerco más me puedo quemar. Y así sin avisar comienza mi obsesión escapemos juntos, mi reina el mundo… No está acá”. Ir a comprar el pan o visitar a la familia capitalina resultaba un suplicio porque siempre aparecía el tierno alegato disfrazado de miedo. Yo tambiénme obsesionaba anticipando mentalmente la fuga. Temía de mí, temía de él, temía de estar presenciando nuestra caída. “Y así pasa el tiempo y no sé qué hacer durante el día no me ves. Y en las noches yo centinela me vuelvo para proteger, lo que nadie más puede ver. Oye espera reina de la ciudad, escucha no creo que te tengas que ir tan sola a pie, andemos juntos al amanecer”.
No éramos los mismos. Mantuvimos un silencio de catacumbas para no tener que decirlo. Comíamos manzanas por las tardes, íbamos juntos a repartir los encargos, en la cama leíamos, jugábamos al Candy Crush, sin gestos, sin palabras. Nos acariciábamos las manos de vez en cuando pero no estábamos tranquilos. “Y hace unos días atrás nos dimos otra oportunidad, y nos fue tan mal, no logramos comunicarnos más”. La distancia prosiguió más allá de los kilómetros. Por más que lo discutimos y lo declaramos: “no dejemos que sólo un mal viaje, determine que esas canciones, que justo programaron en la radio, se nos arruinen para siempre”… perdimos.
Una mañana fría de Agosto lo encontré sentado en la cocina. Me pidió conversar mientras me servía un té de hoja. Había llegado el momento. Entonces los monstruos pintaron el lugar, la rotura sentimental quebrajó nuestra casa, la desarticuló como venía sucediéndonos a nosotros mismos. Tuve un arrebato, le exigí paciencia, que aún éramos jóvenes, que debíamos arreglarlo, arreglarnos, que mirara al futuro. Fueron horas de desesperación, y no conseguimos nada ese día ni los que vinieron. Entramos en una eternizada despedida. Él me pedía perdón constantemente por no haber podido, trataba de buscar en lo práctico un arraigo momentáneo, decía que usara los ahorros para pagar el arriendo, que no tenía problema con dejar lo que armamos para que yo pudiera habitarlo, que nos ayudaríamos pero de otra manera. Que ya habíamos tenido nuestras oportunidades, que él necesitaba partir. “Creo que hemos llegado al punto donde los dos no sumamos uno, entre los dos no sumamos uno”. Y cierto era. Nuestro tiempo había pasado, pero la resignación no era sencilla. El corazón empujaba a la torpeza, enceguecía, pese al dolor que nos corrompía.
No sentí ruido alguno el amanecer definitivo de su partida. Todo estaba más o menos igual, pero sin sus partes. El clóset a medias, los percheros, el único librero que cultivamos, los cojines apolillados del sofá… y la carta que dejó. Me pesa hasta hoy.
Regresé a Santiago, a un departamento pequeño que arrendé gracias a lo que nos dejó el taller. Lo último que supe de él, es que partió a Canadá por medio de un visado. Mantuvimos contacto un tiempo, pero no me fue posible soportarlo y tuve que desaparecernos virtualmente. Cuando después de unos meses intenté comunicarme, ya no marcaba, el buzón de voz me destruía. Dejó de responder mis correos. Se fue (de verdad se fue). Nuestra historia había terminado.
Hoy, sentada en una plazoleta del Cerro que nos vio pelear, vengo a botar mi pena. Paso por afuera y veo nuestro jardín, el tallercito lo botaron, ahora hay un invernadero. Entonces me pierdo caminando por Valparaíso, pongo el disco y dejo que escurra todo el malestar, que salga, que se tome la ciudad y me aliviane un poco. Es un ritual patológico dicen todos. Y puede ser que sí, pero paradójicamente me contiene. Subo a los buses para encontrar lo que dejamos, lo que perdimos, pero también, de una u otra forma, para poder estar con él. “Despierto en un pueblo que es tan fantasma que se parece a mí. Ver paisajes cambiar. Ver paisajes cambiar. Camino sin final llévame a estar junto a ti”. Aunque sea incomprendida, para mí ésta es la única manera de decir adiós que me es posible, paulatinamente, pero es el duelo que yo elegí. Es mi duelo. Y espero que cuando todo decante, si nos encontramos de viejitos podamos saludarnos (aunque sea de lejos), agradecernos y reclamarnos cierta, tierna y desinteresadamente: “Hola tanto tiempo ¿Cómo vas? Hace muchos sueños que no estás”.