Un audífono tú, un audífono yo: Capítulo 1

a2572265555_10

(Texto por Tillo).

Como todos los días después de la pega, caminé cansado hacia el paradero de la micro. Mi mamá siempre me dice que use el metro porque es más rápido, pero las 5 cuadras que recorro a pie valen la pena para obtener un asiento libre durante la media hora que dura el viaje de vuelta a casa. Además, esa caminata la considero como EL ejercicio físico que realizo en mi vida de sedentarismo. A veces me pregunto si el saltar y bailar en los conciertos figura como actividad física, porque en ese aspecto también sumo algo de movimiento.

Mis zapatillas conocen la ruta de memoria y aunque realizar el mismo trayecto cada día convierta mi jornada en una rutina no me hago problema. Sé que si me da hambre puedo parar donde venden las sopaipillas, o que puedo mirar al artista callejero y su catálogo de cuadros, o también ignorarlo. Sé que el caballero afuera del supermercado me va a ofrecer una  bandeja de sushi y que yo sólo voy a mirar las piezas, pero en ningún momento pensaré en comprarlas.

Pasaré por fuera del Liceo 1 de niñas y me dará una alegría tremenda haber terminado mi enseñanza media. No llevo tantos meses de libertad, pero pucha que lo disfruto. Sentiré un poco de compasión por sus vidas liceanas, pero luego pensaré que harán algo bueno con su futuro. O en realidad que hagan lo que quieran, no me meto en sus decisiones. Me acercaré al paradero justo afuera del metro Santa Ana, tomaré una posición privilegiada calculando la llegada de la micro y la ubicación de su puerta principal, listo para subir primero y tener el honor de poder escoger entre todos los asientos que hayan disponibles. Llega la 201 y para más atrás, me apuro a la puerta y una señora se me adelanta. No importa, hay cosas peores que perder una opción de asiento. Subo a la micro y pienso en saludar al chofer, pero luego me acuerdo de todas las veces en que no he recibido un “hola” de respuesta y sólo me digno a pagar mi pasaje.

Avanzo por el pasillo y escojo el asiento más alto de todos. Lado del chofer, ventanilla. Siempre. Pongo la mochila sobre mis piernas y observo a la gente que sube al bus. Entre los pasajeros me fijo en una chica joven, de mi edad supongo. Se acerca hacia el final de la micro. Un pequeño nerviosismo aparece en mí al pensar que puede escoger sentarse a mi lado. Es una sensación tonta, pero infaltable. La chica me mira sutilmente y toma el asiento que está disponible junto a mí. Yo me acomodo hacia la ventana sólo por hacer algún movimiento y parecer cortés. Odio esas personas que nunca piensan en la comodidad de la demás gente. Típico es sentarse al lado de un tipo de cuerpo ancho que deja sus rodillas fuera de su puesto y cuando uno se sienta junto a él, no hace ningún intento de acomodarse. Ninguno.

La niña deja un bolso sobre sus rodillas, abre un cierre y extrae unos audífonos blancos de su interior. Sus uñas son fucsia o algo similar. Todo esto lo veo casi sin esforzar una mirada de reojo. Es sólo gracias a la panorámica que nos entrega la ubicación de los ojos en el rostro humano. A veces uno puede ver cosas sin siquiera dirigir la vista hacia eso. También pienso en si esa mirada es detectada por una persona que está a tu lado, que tiene las mismas capacidades oculares que tú. Ahí entonces es cuando volteo hacia la ventana y pretendo observar algo interesante o simplemente aplico el estilo “mirada contemplativa de la realidad cotidiana”, es decir, veo cómo la ciudad va quedando atrás a gran velocidad. Sin darme cuenta, mi mirada de 180° ya está observando que la chica está conectando los audífonos a un adaptador de esos para poner dos auriculares a la vez. En ese momento pienso en mi debilidad por querer curiosear en ese pequeño mundo que es una persona. Suelo fijarme hasta en el más mínimo movimiento que pueda entregarme información exclusiva sobre la vida de la gente. La forma en que conversan, la manera en que se besan, el tipo de peinado, las zapatillas, el largo de sus patillas, lo que hacen con sus manos cuando no las utilizan, cómo tocan el timbre de la micro y cómo reaccionan al darse cuenta que éste no funciona. Pero lejos lo que me causa mayor curiosidad y ansiedad es cuando toman su celular y se disponen a escuchar música. ¿Qué canciones están en su playlist? esa pregunta se clava en mi cerebro y no me la puedo sacar de ninguna manera.

Una bocina de auto lleva mi atención a la ventana. No veo nada interesante. “¡Puta!”, exclama una voz femenina a mi lado derecho. Me volteo a ver mi compañera de puesto, pensando que vino de ella. Sus grandes ojos me miran y me dice “jaja, sorry, es que quería probar esto y se me descargó el celu”. Me muestra su teléfono apagado y el adaptador de auriculares. Yo le sonrío y me siento con la obligación de comentar algo, pero al intentar expresar una oración se me bloquea el cerebro y no digo nada. Me parece tierno que me pida “disculpas” por su exclamación en voz alta. Entonces le digo: “¿Y qué es?”, mintiendo sobre mi conocimiento acerca del aparato.

Es una cosita para conectar dos audífonos al mismo tiempo – me dice mientras manipula el adaptador con sus dedos. Ella tiene un cole violeta en su muñeca derecha, a modo de pulsera.
Ah, si los cacho, qué buena digo mirándola a los ojos brevemente y con timidez.
Me lo encontré en el suelo recién – comenta la chica.
Si quieres podemos probarlo con mi celular – le digo buscando el teléfono en mi bolsillo – También ando con audífonos – agrego.
¿En serio? bacán – dice sonriendo.

Saco los auriculares de mi mochila. La chica me entrega el adaptador, lo conecto al celular y luego mis audífonos, ella coloca los suyos. Cada uno ubica sus pequeños parlantes en las orejas. Enciendo la pantalla y me voy al reproductor de música. Hay 6 discos en la memoria, escojo el “Temporada” de Patio Solar.

https://www.youtube.com/watch?v=Nsc3thiHVLU&spfreload=5

(Desde acá puedes reproducir el disco y quizás la historia coincida con lo que escuchas).

Le doy play y empieza la guitarra de “Casa nueva”. Presiono el botón para aumentar el volumen, suena perfecto y clarito. Entra el bajo en la canción.

¿Se escucha? – le pregunto. Ella me hace un gesto de sí con el dedo pulgar levantado. Luego comienza a menear la cabeza cuando aparece la batería.

¿Quiénes son? –  me pregunta con cara de concentrada intentando averiguarlo por si sola.
Se llaman Patio Solar – le respondo enseñándole el nombre en la pantalla, mientras la frágil voz de Claudio Gajardo aparece para recitar “Quiero construirte un sitio rodeado de nuestros amigos que ya no están”.
– No los cacho
– confiesa acercando el audífono izquierdo dentro de su oído –¿De dónde son? – pregunta.
Son chilenos – digo.
Me gusta como suenan – dice ella conectando su mirada en la mía.
Son buenos, este disco es mortal – opino.
¿Podemos seguir escuchando? – pregunta tímidamente.
Obvio – le digo.

La chica se acomoda en su asiento, juega con el cole violeta en su muñeca y la voz de la canción dice “Creo que tal vez deberíamos dejar alguna nota en caso de irnos a nadar a mitad de la noche”. El bajo hace su magia en el interludio musical, esa melodía que tanto nos encanta corear en los conciertos de la banda. Ella menea la cabeza de un lado a otro al ritmo de la canción. La miro y sonrío. Observo una micro que adelanta la nuestra, alguien me mira desde una de sus ventanas. Las percusiones se detienen, la micro también. Ambos miramos a una persona que desciende. La canción sigue reiterando la poca pero precisa letra que contiene y es que las composiciones de Patio Solar no necesitan mayores adornos, toda su vitalidad está en esa simpleza tan honesta y directa que las caracteriza. Y de nuevo el bajo es el protagonista. Mis dedos no pueden evitar simular el instrumento, pero reprimo el gesto por vergüenza a ser observado por ella. Ya estamos en el Parque Almagro cuando el tema termina.

Me gustó – dice ella sonriendo.
Bacán. Está bueno tu adaptador – le digo.
Sí, nunca había escuchado música así con alguien – responde.
 Yo tampoco -.
¿Podemos seguir escuchando? – pregunta nuevamente.
Sípo -.
Bacán -.

“Pintura” ya suena en nuestros oídos. Me agrada la experiencia de compartir la música con alguien, y sobretodo la forma completamente inesperada en que ocurrió. La micro hace su recorrido y yo disfruto de las lindas melodías de Patio Solar. Parece que ella también. Recuerdo mi primera vez escuchando el “Temporada”, cuando no me gustó. Encontraba mala la mezcla, la voz se escuchaba muy baja según yo. Luego de un tiempo le di otra oportunidad y me cautivó por completo. Qué increíble como puede cambiar la opinión con una segunda escuchada. Eso sí, el enamoramiento llegó definitivamente cuando los vi en vivo en una feria de diseño. De ahí los he visto muchas veces. Demasiadas.

La noche está fresca y agradable, perfecto para dejarse llevar por la música. Mis pies siguen el ritmo de la batería golpeando el suelo. Miro los botines de ella. Son negros, pequeños y puntiagudos. También se tambalean gracias a las canciones. Llega “Todo trasciende aquí”, una linda canción precisa para dedicarle a alguien. Aunque lo mejor es no regalar temas a ciertas personas, porque si todo termina mal puede que luego esa canción se convierta en un pésimo recuerdo. De todas formas, las letras románticas me conmueven y hacen aflorar en mí ese sentimiento de tristeza al pensar que tan solo tres meses atrás tenía una bonita relación sentimental. Josefina se llamaba. No funcionó nomás. Las discusiones y diferencias asfixiaron cualquier deseo de seguir juntos a través de los años. Cosas que pasan, tampoco es para echarse a morir. Fue mi primera polola “seria”, esa que llevas a tu casa y se la presentas a tus amigos, esa que conoces a sus papás, hermanos; y que te expones a un montón de tallas y situaciones incómodas. Todo por amor. Pero ya no tengo eso, y está bien. Está súper bien, o bueno, lo estaría si no tuviera esa debilidad por querer entregar amor y que me hace sentir ganas de conocer a la chica ideal, con la cual formar lazos para toda la vida, coleccionar recuerdos en fotos, subirse al techo a hacerlo todo, en fin.

Pienso en quién será la niña que escucha la misma música que yo en este momento. Me dan ganas de conversarle, preguntarle el nombre, pero no quiero interrumpir tan mágico momento. Entonces ¿Qué hacer? Abro mi mochila y busco mi libreta de apuntes, esa donde anoto ideas, planes y cosas que se me vienen a la cabeza. Obvio que después nunca las pesco, pero no importa, el hecho de escribirlas sirve según yo. La memoria es frágil, hay que asegurarse. Tomo un lápiz Bic azul sin tapa que está al fondo de mi bolso, abro la libreta y escribo tratando de contrastar el movimiento de la micro. “ME LLAMO ALEX Y TU?” anoto en una hoja y le muestro. Ella capta la dinámica, toma mi libreta, el lápiz y comienza escribir. Observo como lo hace con toda tranquilidad. Se demora unos segundos y luego me entrega los objetos. Abro la página y leo “CONSTANZA (CONI)”. Levanto mi dedo pulgar para acusar recibo de la información otorgada. Me quedo un instante observando su caligrafía. Me agrada darme cuenta que no es una letra perfecta, como suelen tener las mujeres. Es un letra suelta, libre, sin pretensiones. Mucho mejor que la mía pero que no la opaca. Mi caligrafía es horrible y temí con el momento de visualizar ambas letras juntas, sin embargo creo que las dos no se ven mal.

No me fijé cómo pasó el tiempo y ya suena “Al sur”. La chica me arrebata la libreta y el lápiz. Su rostro muestra concentración mientras escribe en la misma página de los nombres. Me devuelve los objetos de manera acelerada. Reviso la hoja y leo “ME BAJO EN EL LLANO”. Miro al exterior y veo que estamos pasando por Franklin. Me volteo hacia ella con cara de decepción. Su cara es la misma. Tomo el lápiz y escribo “PATIO SOLAR” en una página completa, la arranco y se la entrego. La chica la recibe, sonríe y la guarda en su bolso, luego observa hacia la calle. Ya se tiene que bajar. Se quita los auriculares de las orejas. Detengo la música justo cuando empezaba “Costanera”. Desconecto mis audífonos y el adaptador. Se lo entrego.

Ah, vale. Bueno, gracias por escuchar música conmigo – me dice, guardando sus cosas en el bolso.
De nada, fue bacán. Búscalos en Youtube, y en Facebook también y todo eso -.
Sí, de hecho voy a llegar a googlearlos jaja – confiesa dejando ver su sonrisa por última vez – Acá me bajo -.
Ya, será hasta la próxima – le digo pensando en que debería pedirle el Facebook o algo para contactarla. Cuando estoy a punto de preguntarle, ella se baja del asiento y me hace un gesto de “chao” con la mano. Yo se lo respondo de igual manera.

La chica toca el timbre y espera a que el bus llegue al paradero. Las puertas demoran en abrir. Mis ojos la observan fijamente esperando a que se voltee a mirarme por última vez. No lo hace. Las puertas se abren y ella desciende. Camina a través del parque, nunca la pierdo de vista hasta que la micro la deja atrás. Observo a la Gran Avenida pasar velozmente. Yo trato de revivir cada momento de lo que ha sucedido. Pienso en el cole morado, en las uñas fucsias, en las canciones que escuchamos juntos. Un suspiro se hace presente y ya me tengo que bajar. Cuando mis pies tocan el cemento de la vereda siento un breve escalofrío. La micro 201 emprende la marcha y se va continuando su recorrido. Esos asientos, los más altos del bus eran lo último que quedaba de este extraño encuentro. Eso y el papel con nuestros nombres que llevo en mi libreta.

SI TE GUSTÓ ESTE CONTENIDO, COMPARTE:

7 respuestas

  1. Puede que de lo inesperado sucedan las mejores cosas. Gran historia y que grande quién sea que lo escribió 🙂

Agregar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos requeridos están marcados *