(Texto por Sebastián Monzón // Fotos por Luis Astudillo)
Y finalmente se llenó.
Solo dos coditos, uno a cada lado del Caupolicán, fueron los espacios que por razones obvias de visión quedaron vacíos; el resto: Sold Out.
Fue en el Teatro Cariola cuando escuchamos por primera vez la confirmación de lo que ya muchos temíamos: Ases Falsos va a dar un Caupolicanazo, con ellos como centro de todo, como único show, como el florero de la mesa en la que, en ese mismo momento, todos los que estábamos ahí, decidimos sentarnos. Y es que lo entendimos, entendimos lo importante que era este hito para la banda, así lo explicó Simón, así lo asintió el resto, incluso Briceño se dio el momento de detallar el precio de la entrada, para que no pensáramos mal, para que entendiéramos el por qué de las dos o tres lucas de más sobre lo que acostumbrábamos a pagar.
Hubo ansiedad, hubo algo en el aire durante estos meses, ¿se llenará? ¿cómo será el show? ¿afectarán la venta de entradas todas esas polémicas flaites que tuvieron a Cristóbal como el puching ball de turno? Preguntas que nos hacíamos los fans y de seguro también la banda, preguntas válidas que fueron rápidamente respondidas cuando a las 21:17 de ese caluroso viernes 15 de diciembre se apagaron las luces del público, se encendieron las del escenario y sonaron los primeros acordes del “KLASSIKPROJECT” (bautizado así por la banda) con el que abrirían una noche redonda. Había empezado la música, se habían disipado los temores, comenzaba el rito de unión que tanto había demorado.
SI hay una palabra para describir la ejecución instrumental de Cristóbal, Simón, Martín, Chimbe, Flaco y el sorprendente Sergio “Keko” Sanhueza, tiene que ser impecabilidad. No hay otra. Desde “Nada”, la primera canción completa (abrieron con un “medley”, el antes mencionado KLASSIKPROJECT, que calzó perfecto con toda la ambientación de programa de TV de mitad de los 70 que tenía el escenario), siguiendo con “Placidamente” y “Manantial” mostraron la energía y el nivel instrumental en el que está cada uno. Superlativo por donde se mire.
Hubo en esta parte un par de acoples y complicaciones sonoras que no afectaron en lo absoluto el correr del show, todos estábamos pendientes de otra cosa, todos queríamos bailar, saltar, movernos, acompañar a Cristóbal en el grito imposible de “Misterios del Perú”, nos interesaba más apuntar a algún paco con un dedo acusatorio en “Más se fortalece” o cantar a todo pulmón ese dúo de canciones que tan bien funcionan juntas: “Mantén la conducción” y “La gran curva”. Había en el ambiente cosas más importantes que los aspectos técnicos que nunca, ni en el más pulcro de los espectáculos, funcionan como se pretende que funcione, acá había comunión, hermandad, sudor y gritos. Un traspaso de energía público – banda que nutría a ambos para que el show durara lo más posible. Y así fue.
La primera parte del show cerró con el público en llamas, literalmente en la cresta de la ola. Al término de “Fuerza especial”, y tras un par de anécdotas relatadas por un sereno y, extrañamente conciso Cristóbal Briceño, entró en el escena el ilustre y vitoreado como nunca antes Héctor Muñóz para pasearnos por los años de Fother Muckers con “Fueron” y “Ríos color invierno”, además de hacer una intensa “Chakras” a tres guitarras que puso fin a un segmento que ya estaba por sobre las expectativas de cualquiera. Hubo recuerdos, hubo clásicos, hubo ejecución perfecta, hubo arreglos nuevos para temas viejos… en fin, todo lo que esperamos estuvo ahí, y recién había pasado poco más de una hora.
La segunda parte es algo que merece un reconocimiento aparte. Si bien durante todo el show se notó la preocupación de la banda de sorprender con arreglos en las canciones ya tocadas tantas y tantas veces, lo que demuestra un respeto enorme por el público, ese fiel, que los ha seguido durante tanto tiempo, y también por ellos mismos, por desafiarse como instrumentistas, como ejecutores y como arreglistas. No es simple salir del lugar común, de la sandía calada y tirar a la parrilla del Caupolicán un percusionista que le dio un giro absoluto a canciones como “Misterios del Perú” y “Fuerza especial” y que hizo sonar mejor que nunca a otras como “Simetría”, no, no todos se arriesgan de esta forma y en el fondo, nosotros, los que asistimos, lo agradecemos, porque en eso radica el gusto por esta banda y no por otra, en la irrupción de un Briceño siempre con la lengua ácida, en un Martín que se transforma en un líder indiscutido en vivo, en un Chimbe que suda fuerza y barrio en cada golpe a los paños, en esa ruptura de normas, como en una oportunidad en la Blondie que pusieron la batería de espaldas al público y a Cristóbal por allá atrás, lejos de todo, en el ensayo y error que resulta en genialidades como esta segunda parte acústica, de 7 canciones, que tuvo un trabajo de cuerdas de Flaco, Martín y Cristóbal como su punto cúlmine, con versiones de “Antes sí ahora no”, “Ivanka” y “Salto alto” que muchas veces fueron reconocibles sólo cuando comenzaba la letra; así de remozadas estaban, así de bellas y bien trabajadas.
Trabajo, eso es lo que queda en evidencia en este bloque, trabajo diario, darle duro, hasta el agote, todo con el fin de entregar un producto en constante evolución, de mostrar canciones que van transformándose tocata tras tocata. Acá hay conocimiento de su repertorio y de la audiencia, elegir los temas no debe haber sido tarea fácil y lo lograron sólo porque conocen al que está detrás de la valla tanto como a ellos mismos. ¿La evidencia? “Niña por favor”, que comienza con un Briceño solitario y que va siendo acompañado de a uno por el resto de la banda ya con sus instrumentos “enchufados” para dar paso a la tercera parte del Show. SI eso no es trabajo, no sé ya lo que es.
“Venir es fácil” es lo que todos estábamos esperando, hay algo revolucionario en la canción, algo de amor por el que está desacomodado, de entendimiento y de ayuda y así se vivió, con un público desatado, en éxtasis, y con la banda recibiendo esa energía que los hacía alargar los acordes, moverse por todo el escenario, llenar un espacio que les perteneció desde un comienzo, sin ninguna duda. Ya a estas alturas la tarea estaba hecha, ya sólo quedaba seguir disfrutando y así fue con el cuarteto de canciones en que Briceño deja la guitarra a un lado y se transforma en el frontman que suda presencia, que baila, que cantinfléa, que grita, que deja fuera de estructura a sus compañeros de banda que lo siguen de todas maneras, que lo miran para darle el espacio, que lo contienen, lo esperan y lo disfrutan igual que el resto.
La tercera parte del show, y la final, fue lo que tenía que ser. Un paseo en alfombra, un vaivén de emociones, de gargantas que cobraron vida y que siguieron solas cantando canción tras canción sin mediar la voluntad; “Gehena” hizo explotar nuevamente el Caupolicán, “Estudiar y trabajar”, una de las sorpresas, hizo mermar el cansancio y no dejó a nadie sentado para terminar con “Pacífico”, la de siempre, la que cierra los shows allá en lo alto, con la energía a mil, con la sensación de haber presenciado algo trascendente más allá de lo musical, con una banda sobreexigiendo el cuerpo para tocar fuerte, para que escucharan todos, los de la cancha, los de la tribuna, los vendedores de poleras y agua allá afuera, los guardias, incluso el señor del quiosco en la esquina de San Diego con Copiapó que musicalizó la llegada y la salida de todos los que fuimos.
Así terminó, con las fotos de rigor, con los agradecimientos concisos pero sentidos, de verdad, con un Briceño emocionado repitiendo “Sueño cumplido… sueño cumplido”, lanzando besos al público, tratando de abrazar a las miles de personas que lo ovacionaron, a él, y a todo el equipo que hizo posible semejante hazaña.
Un show exitoso en el Caupolicán puede significar muchas cosas: internacionalización, multinacionales, re-ediciones, colaboraciones, festivales, espacios más grande y un enorme qué sé yo, pero no nos olvidemos que estamos hablando de los Ases Falsos, los que hoy por hoy, no tienen sello, los que se fueron de la discográfica que reúne toda la escena cool chilena, los que al día siguiente del show entraron al estudio a grabar el cuarto disco, a pulso, con pega, con buenas canciones, así que no esperemos la norma, no esperemos verlos participando del guión escrito por el “éxito” y el acomodo para en dos años más verlos en un Festival de Viña o tocando para el lanzamiento del último modelo de Hyundai, porque acá lo que importa es la música, es decir cosas y decirlas de forma cada vez más honesta, tomando como bandera el respeto por quien compra el disco y se da el trabajo de saltar más de dos horas y media en un show irrepetible, para bien y para mal, porque el Caupolicanazo será eso, algo de una sola vez, el derrumbe de un techo que ya no existe más y la inmediata construcción de los siguientes para que la música vuelva a ser protagonista, para que el reencuentro tenga nuevos aires y para que la relación que hemos mantenido por tanto tiempo se mantenga fuerte, haciéndola con cariño y cada vez más perfecta, más alta y más profunda.