Insistes en volver: Capítulo 1

denver-totoral-horizontal

Las luces del Ford irradiaban la carretera calurosa de ese verano yendo a la costa. El sudor pegado a los respaldos, los helados de palo derritiéndose en la nevera, la luna nueva y los Dënver sonando de fondo.

“Nuestros nombres escritos en boletos de tren… Yo lo soñé, tú lo soñaste también, que estábamos en el Andén 6…”– cantaba ella, casi en susurro, jugando con el pestillo de la puerta. -Es raro, es como si, no sé- agregó luego dirigiendo una mirada opaca a su compañero.
-Lo es- respondió él sin despegar los ojos del camino.

Entraron por el bosque hasta detenerse frente a la cabaña que ya nadie visitaba, sólo ellos en sus inevitables reencuentros. Dejaron los bolsos en un sillón polvoriento, apilaron las cervezas en el freezer, abrieron las ventanas para dejar que el aire de mar humedeciera la madera; ni una frase apareció entre todos esos ritos de recién llegados. Ella no demoró en hacerse un lugar en la cocina para cortar limones, él en luchar con la misma radio vieja que jamás dio una sola vuelta a ningún CD, fuera cual fuera. Decidido bajó las escaleras del pórtico, entró en el vehículo, movió las llaves y dio Play al aparato. Al salir, dejó las puertas extendidas para que el sonido ambientara el silencio aterrador que los acompañaba hasta ese entonces.

Sonó el primer brindis en la partida de cacho que iniciaron a metros del jardín en el balcón de bienvenida. Las limonadas sabían a encierro, a una amargura tierna, perfectas para conmemorar la incertidumbre de otro Enero chaperón.

“Una temporada tú y yo bajo el hielo. Sería tan perfecto que ni me lo creo. Y cuando en verano abrieran la piscina. Ahí nos encontrarían, fascinados los turistas”– susurraba ella girando los dados dentro del vaso de cuerina. Pensó que morir de calor en ese instante era una paradoja, una escena ilusoria, descontextualizada, una obra absurda donde todo se muestra al revés.
-Deberíamos ir a verlos en vivo- comentó él intentando seguir la voz de ella que no dejaba de tararear.
-Sí, podríamos…- respondió evasiva.

Al rato rellenaron los vasos y se sentaron mirando hacia los árboles. Él buscó la forma de hacer coincidir sus dedos con los de ella, hasta acariciarlos con miedo a que no fuese correcto. Pero ella respondió la caricia y dejó que la noche avanzara sin esperar más que esa distancia arrepentida entre sus cuerpos quejumbrosos. “Moriremos congelados si no aprendemos luego a abrazarnos, moriremos congelados si no encontramos los lazos adecuados” sonaba aún afuera. Ella apoyó su cabeza en el hombro de él, mientras apretaba con fuerza sus manos entrelazadas, quería decir, responder preguntas, decir y no parar de decir, pero recuerdos la atosigaban. Los minutos pasaron rápido. El final del disco fue también el final de ese momento. Se levantó, apagó el motor, volvió a su lugar y le acarició el cabello.
-Entremos… mañana podemos bajar a la playa, almorzar empanadas en…- no alcanzó a terminar.
-Perdóname. Te abandoné. Me fui y tú… No pude pero allá lejos necesité más de lo que creí todo esto, allá no era yo, allá estaba la Universidad y los compañeros, y el frío que me gusta, pero no eras tú, nadie era tú y el viaje a… nunca puedo ser lo que deseas- sollozó.
El la miró resignado, como sabiendo que pasaría, que llegaría la hora de desnudarse con palabras y nada más. Se sentó soltando un respiro.
-Hubiese sido diferente sin el anonimato. Sueles dejar las cosas, vuelves a ellas y yo he ido acostumbrándome. Porque te am… quiero y… no debiste hacerlo un abandono real. Te esperé. Luego pensé que los años juntos, esos años adolescentes de los que reniegas, habían perdido su sentido- se desahogó mirando el piso.
-Me gana la confusión, tú sabes que quiero controlarla, pero es difícil. Para mí- explicó ella. -Estoy aprendiendo, lo prometo, no quiero hacer nada lejos de ti desde ahora.
-Me gustó verte de pie, afirmada del auto, con esa polera desteñida que se te ve tan, mh, mal -río. -Pero no lo sé, esto es extraño, quizás no es bueno resolverlo ahora porque resolverlo siempre es que te vayas. Y yo quiero estar contigo- le dijo melosamente.
Ella asintió sonriente. “Da lo mismo, si al final, todo tiende a mejorar” recordó la canción y se puso de pie. Él la siguió.

Durmieron abrazados.

El sol entró a las pocas horas por la ventana del dormitorio. Un calor húmedo molestaba en las sábanas repletas de hilachas. Ella sintió los rayos de luz en su frente, el sudor, despertó y luego de acostumbrarse al amanecer, se levantó al fin de la cama. Fue al baño, cepilló sus dientes, se recogió el cabello y partió por un desayuno a medio ejecutar. Pero la realidad es que no había olor a tostadas, ni a café, ni a amor de verano. La puerta estaba cerrada. Ahí ya no había luz. Retrocedió temblorosa, se vistió, metió de nuevo al bolso lo poco y nada que sacó, agarró los candados y salió. No estaba el auto. Sólo las olas a lo lejos y las hojas de los pino titilando. Una angustia fea le atravesó el pecho.
Caminó hasta la carretera para tomar un colectivo que la dejara en el terminal. Pensaba en qué iba a hacer, a dónde llegaría, si haría el intento de apoyarse otra vez en el Ford… si se buscaría refugio en su familia perdida, en alguna amiga. Pidió el pasaje de las 11:30. Esperó con un perrito que le tendió la pata en la banquilla de espera. Al subir, sacó sus audífonos, los conectó al celular, abrió el reproductor y leyó: “Miedo a toparme contigo”. No pudo evitarlo más, lloró de pena, de amor, de todo.

(Texto por Catalina Paz).

SI TE GUSTÓ ESTE CONTENIDO, COMPARTE:

Agregar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos requeridos están marcados *